He estado pensando y escribiendo mucho últimamente sobre el Movimiento de Raíces Hebreas (MRH). Al hacerlo, he comprobado lo fácil que es que nuestra mirada se centre en sus enseñanzas sobre la observancia del sabbat, las fiestas y las normas dietéticas, en su énfasis en guardar la Torá y su peculiar teología de una sola ley, así como en la teología, no menos característica, de las dos casas. Sin embargo, lo auténticamente crucial es su deriva en cuanto a la persona y la obra de Jesús. No solo porque en la práctica la ley y guardar los mandamientos cobran más importancia que el propio Mesías, lo cual ya es grave en sí mismo, sino por el hecho de que el Yeshúa del MRH queda relegado en muchas ocasiones al papel de gurú, un maestro que nos enseña cómo cumplir la ley, un modelo al que hay que imitar, y poco más.
Sin pretender restarle importancia a la práctica o disciplina cristiana de la imitación de Cristo, sí me gustaría destacar una vez más lo que el cristianismo ha venido enseñando desde el principio: Jesús el Mesías es el Salvador del mundo. El apóstol Pablo se hace eco de esta verdad fundamental en 1 Timoteo 1:15, donde dice: «Palabra fiel y digna de ser aceptada por todos: Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, entre los cuales yo soy el primero». Antes que un modelo de vida, lo que realmente necesitamos es ser salvados. Y la salvación no consiste en guardar la ley (ni se mantiene guardándola), sino en aferrarse a la persona de Jesús, el Hijo de Dios, confiando en que su sacrificio en la cruz nos proporciona vida eterna a nosotros, pecadores, sobre la base de la maravillosa gracia de Dios.
En resumen, la salvación no consiste en enseñarnos cómo guardar la ley del Creador, ni en que los gentiles nos convirtamos en parte de Israel, ni en que se produzca la reunión definitiva de las casas de Israel y Judá. No. La salvación tiene que ver con que seres perdidos y alienados de la auténtica vida eterna seamos alcanzados por la misericordia de Dios. Para ser rescatados y nacer a una nueva vida necesitamos un Salvador, y ese Salvador es Jesús de Nazaret. De hecho, él es nuestro único y suficiente Salvador. Y a partir de ahí comienza una vida de discipulado que está encaminada a amar y obedecer a la persona de Jesucristo, y que se sustenta en la acción sobrenatural del Espíritu Santo que habita en nosotros, para gloria de Dios Padre. Y todo ello, absolutamente todo, incluidas las obras que produce la fe verdadera, es por gracia.
En este año que acabamos de estrenar, mi gran deseo es que Jesús sea exaltado, que sea reconocido como Salvador y Señor, que nosotros mengüemos y él crezca. Él era más grande que el templo, que la ley y los profetas, que cualquier cosa en el cielo, en la tierra y debajo de la tierra. Lo era entonces y lo sigue siendo hoy. ¡A él sea la gloria!